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LOCCHE- Pasión de Multitudes

LOCCHE

Pasión de multitudes

por Gabriel Fernández

La voz tensa de Osvaldo Caffarelli insertaba adjetivos inusuales para describir lo que observaba. Su compañero, Horacio García Blanco, se insertaba con más asiduidad que nunca en el relato, dejando de lado la espera hasta la pausa entre round y round. Como fondo de la transmisión, podía escucharse (o quizá era posible sentir) el cruce de rumores y exclamaciones que denotaban admiración y sopresa: después de unos instantes, recién después, el sonido se unificaba en un estentóreo "Nicolino" que impedía descifrar los comentarios.
Esos sábados por la noche todos teníamos la sensación de "asistir" a un evento importante. El único de la familia que seguía regularmente las transmisiones de Rivadavia --así como la secuencia televisiva "Entre las Sogas"-- era yo, un pibe lector, futbolizado (y futbolista) pero también atrapado por esa extraña sensación de nervios, placer y preocupación que ofrece el box. Sin embargo, cuando peleaba Locche, la familia se sumaba; después de cenar temprano, mi mamá preparaba el mate, mi viejo encendía la radio "grande" y así nos reuníamos en la pieza para escuchar lo que hacía Locche.
El box, o el boxeo --¿como se le dice, en verdad?-- nos brindó emociones incomparables. En el Club Atenas de La Plata pudimos ver a Goyo Peralta, y aclamarlo, y sentir que todos --el público y él-- sabíamos lo que esa ovación significaba, más allá del deporte. Más tarde nos sentimos orgullosos de la precisión de Carlos Monzón. Nos conmovimos hasta las lágrimas con la sangrienta exhibición de coraje que Víctor Galíndez entregó al mundo. Y hasta el día de hoy guardamos un lugar en nuestras vidas para considerar el oficio de Marcelo Domínguez y admirar el raro estilo de Locomotora Castro.
Pero lo que sucedía con Nicolino era sorprendente. Creíamos a pie juntillas el desmesurado relato de aquellos periodistas porque sabíamos con certeza que Locche era capaz de lograrlo. Estabamos seguros que aquél fervoroso narrador --quien cerraba sus transmisiones con un "hasta todos los momentos"-- informaba con transparencia cuando decía "Nicolino baja la guardia, expone su rostro ante el retador... esquiva un cross de derecha (el fondo indicaba "oolee"), esquiva el punteo de izquierda, esquiva otro cruzado, esquiva un swing... ¡señores esto es increíble!" (el sonido ambiente nos hacía pensar en gente gritando y aplaudiendo, saltando y arrojando sacos al aire).
Una noche, García Blanco señaló, palabras más, palabras menos: "Quiero contarles que me siento un privilegiado. Estoy viendo al más maravilloso boxeador que ha dado este deporte en la Argentina. La armonía de movimientos de Locche es incomparable y no hay en la actualidad rival que pueda conectar un golpe pleno sobre su cara. En el momento más intenso del round, con la guardia baja y el retador encima, Locche giró su cabeza y miró hacia el ring side, donde la gente le hacía bromas...enseguida retomó la pelea y siguió evitando las manos que caían multiplicándose. Después empezó a atacar, con lo justo, primero con una izquierda recta y después con un uupercut que tocó la mandíbula del rival. El deporte argentino recordará siempre esta noche".
Así es; a veces me pregunto cómo puedo recordar esas frases si suele costarme memorar otros datos, quizás más importantes. Y me respondo que cuando alguien supera el talento e ingresa en esa zona extraña que bordea la genialidad, comunica sensaciones tan potentes que quedan grabadas en el inconciente. Yo he visto barriadas que hasta ese entonces sólo se movilizaban por el fútbol (en el aspecto deportivo), salir a las calles agitando pañuelos después de una pelea de Nicolino. Y he escuchado a las hinchadas corear su nombre en los momentos previos a un partido.
La expansiva televisión ayudaba: al mirar las peleas en diferido podíamos corroborar que aquellas emociones no habían sido arrebatos provocados por periodistas locuaces. El guante oscuro del adversario barría el aire; una milésima de segundo antes, ahí había estado la cabeza del campeón. ¿Cómo hace? nos preguntábamos y en una ocasión mi tío Luis --que había boxeado profesionalmente en su juventud-- arriesgó: "se da cuenta antes, porque mira la posición del cuerpo y especialmente el movimiento del antebrazo". Entonces le dijimos: ¿Y porqué los demás boxeadores no hacen lo mismo? Respondió con sinceridad, de sopetón. --Porque es imposible. ¡Cómo vas a mirar ahí cuando te están pegando!
Con el tiempo, un tipo de periodismo deportivo mucho más brutal que cualquier boxeador, echó a correr una idea que hasta hoy se ha desplegado en forma inusitada: al público sólo le interesan los fajadores, nadie quiere ver estilistas. Ha desparramado ese concepto con fruición en el país que vió brillar a Nicolino Locche. Y antes, a Felipe Segura, a Cirilo Gil, y a todos aquellos que Paco Bermúdez supo orientar dentro de la Escuela Mendocina. Es probable que, como en otros rubros, ese periodismo estime que el público no sabe lo que en realidad le gusta y _evalúe que, felizmente, hay medios que le recuerdan sus propios deseos.
Amigo de Aníbal Troilo --se podría compaginar su estilo sobre el ring con varios instrumentales del gran bandoneonista-- Locche disfrutó su éxito escuchando tangos, bebiendo buenos vinos y fumando --literalmente-- hasta morir. Poco antes de decir adiós solicitó un cigarrito, frente a médicos y amigos que nada objetaron. Si nadie esquiva a la muerte, habrá pensado el habilidoso, al menos el último mamporro lo recibiré con placer. Dejar de lado ese gesto hubiera sido borrar con el pulmón el mensaje abierto que difundió durante la etapa más brillante de su carrera.
Se lo ha definido como un bailarín. Se ha dicho que era un artista. Todo eso está muy bien. Lo merecía. Pero no caigamos en la sutil maniobra de devaluar una disciplina popular demostrando que la misma está por debajo de las figuras que genera. El Intocable fue un boxeador. Como Robinson, como Leonard, como Alí. Él, esos tipos, y unos cuantos más, alcanzaron cumbres insospechadas que habitualmente se reservan a actividades de mejor aspecto, cierto prestigio y presentación de tapa dura. Ese artista que acaba de morir, fue un boxeador. Es preciso absorber esa afirmación.
Finalmente. Es posible boxear transmitiendo amor. Qué disparate. Que le pregunten al ponja. Y sin embargo, nuestro cierre es así: Nicolino se llamaba (casi) igual a su mamá, doña Nicolina; no tuvo que esquivar los golpes de su padre, el tano don Felipe, quien hasta su muerte prematura le prodigó una primera infancia modesta, feliz, cuidada. En los reportajes referidos a ese período de la vida, y en los testimonios de los amigos, no emerge maltrato alguno. Encaró el boxeo cuando tenía apenas ocho años, con alegría y como un juego. No visualizaba en los rivales la posibilidad de descargar broncas o rencores. Se reía mientras peleaba; y los adversarios no eran para reírse.

GF/

Director La Señal Medios / Director Revista Question Latinoamérica

La Señal Fútbol

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